Abstinencia lectora
No llegué a reconocer el miedo que me producía imaginar otras vidas hasta hace unas semanas, cuando recibí el borrador de la novela de Ada. Un absoluto privilegio. Me la bebí de un atracón en el Iphone, ajena al propósito inicial de imprimirla, encuadernarla y esperar hasta Reyes para regalármela.
Sí. Pasé el embarazo sin leer nada. Nada de nada. Sin escribir.
Porque eso traen los libros: una viaje tras otro. Los buenos, se meten debajo de la piel y se quedan ahí para siempre. Despertar en otra cama, despedirse en una estación sin testigos, desear aquel beso prohibido, ser la víctima o el verdugo; morir, matar. Multiplicarse.
Mientras sea un secreto no pasará nada, me repetía, ya volverán las ganas. Lo importante es centrarte en lo que toca, Ana. Y así, casi nueve meses. La nostalgia quedó suspendida en reuniones que inventé para fabricarle a Luna ropa y juguetes, en habitaciones mutantes con olor a Nenuco y largos paseos por la playa mirando el mar. En la vida corriente, la esperada, la de catálogo; material fungible.
Pero el hambre estaba. Las estanterías llenas de títulos como sirenas desafiando los muros de lo cotidiano, la sobriedad de los días sin fechas que anotar en las páginas de un libro. Tanto por leer.
Entonces llegó Luna y comencé a leer para ella. En voz alta, impostando una voz distinta para cada personaje, subiendo y bajando el volumen según tocara. No lo había hecho antes. Fue una punzada. Volvía a estar viva. Febril, recuperé a la Duras más cubista en Moderato Cantabile, a mi querido Houllebecq y sus argucias para fracturar las rutas del arte y la vida en El mapa y el territorio, los cuentos sabrosos de Neuman que tan bien sabe Hacerse el muerto, las Vidas prometidas de Busutil, las Fricciones de Pablo Martín, los recuerdos de Saraiba, El hijo del legionario. Mucho…
II
Ese bonito mundo
En el primer encuentro que tuve con el artista Emmanuel Lafont surgió nuestro amor a Italo Calvino y sus Ciudades invisibles. A mi amiga Carol también le puede la Duras y Drácula nos fascina por igual a Jesús, a Pedro y a mí.
Cada biblioteca es un mundo. Me sorprenden las conexiones que surgen de vez en cuando. Olfateo el espacio que habitan los libros, los maridajes entre autores, las sinfonías que comparten. No me canso.
Soy afortunada. Estoy rodeada de amigos con un arsenal de buenas lecturas: sugerentes, risueñas, fortuitas, pausadas, decrépitas, vagabundas, coloristas. Geniales. Aprendo a diario de ellos.
Adoro la biblioteca portátil de Guille.
El orden cromático que proponen Pedro y Miguel Ángel.
Los libros con sabor a Nutella de Evichi.
La biblioteca de una súper maestra, Silvia.
El océano que rodea la isla de café de Isidoro.
La selección de artistas de Ángela.
La mezcla de Villa Patata.
Las joyas heredadas de Faulker y la exquisitez de Alberto.
La luminosidad de los cuentos de Natalia.
Los tesoros de Eva y su biblioteca virtual.
La biblioteca-taller de Rosa.
El frikismo de Jesús.
A todos ellos,
Gracias.
III
He soñado que tomaba el sol, de noche.
Un buen título para mi novela, si no fuese un plagio. (Ángela, no te preocupes, ya se me ocurrirá algo…)
Decía Juanjo Sáez que “la creatividad es el motor de nuestro mundo, que todo, absolutamente todo, menos lo que pertenece a la naturaleza, antes lo ha soñado alguien y que la realización de esos sueños es la creatividad”.
Los buenos libros se sueñan y para soñarlos es necesario “querer soñarlos”.
Contaba Raymond Carver que tiene clalvado en su pared una ficha con un lema tomado de un relato de Chejov: “Y súbitamente todo empezó a aclarársele”. Es así como se inicia una novela, un cuento, un microrrelato. Los que perseguimos historias estamos sometidos a los vaivenes de la imaginación hasta que un buen día: ¡Clack! Se acciona el resorte y aparece la primera frase.
Si me preguntasen desde cuándo escribo no sabría responder. Llegaron a la vez las primeras lecturas y los cuentos garabateados en rojo que regalaba a mis amigas del colegio. Pero, sin duda, mi madre tuvo mucho que ver en mi afición a inventar historias. Ella, que nunca escuchó hablar de técnicas narrativas, poseía una facilidad innata para mantener la atención de sus hijos mientras comían, inmersos en las aventuras de un abuelo maltrecho por las travesuras de sus nietos piratas. Cada día, continuaba la historia con una tensión propia del mejor best-seller. Con ella aprendí que una buena historia cuando se va, perdura y que un buen narrador es observador y astuto. Nunca pierde de vista al oyente-lector.
La literatura escrita me llegó tarde y sola. En casa, la biblioteca se limitaba a varios manuales antiguos sobre derecho heredados de mi abuelo paterno, una elegante Biblia en piel negra con hojas doradas, coleccionables de cocina, un diccionario, la Espasa-Calpe y varios ejemplares del Círculo de lectores: Miguel Hernández, Machado, Lorca, Cumbres Borrascosas, Los renglones torcidos de Dios...
Me gustaba oler las hojas de la Biblia. Tenía la sagrada costumbre de hacerlo a escondidas. Cuando no me veía nadie la posaba sobre mis rodillas y pasaba las páginas con suavidad. Cómo podía pesar tanto algo tan frágil… También copiaba los dibujos de las recetas que no leía (siempre he sido más sensorial que lectora, lo reconozco).
No sé cuando comenzaron a llegar los libros, tampoco recuerdo el orden.
En el colegio se mezclaban las aventuras del Club de los Cinco con los tebeos de mi hermano: Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape, Superlópez… (su biblioteca no tiene fin).
En el instituto llegaron los dramones góticos, la saga Dollanganger al completo (nada que envidiar a los descafeinados de Crepúsculo). Recuerdo leer con fruición bajo las sábanas aquellas tramas incestuosas y rescatarlas durante el día mientras alguien explicaba integrales y derivadas que nunca llegué a entender.
De la misma época son las novelitas de Rosamunde Pilcher, Los buscadores de conchas, Días de tormenta, El regreso. Esta última, por terminar y en casa de mis padres. Pese a que ya no es mi tipo, la continúo cuando los visito; que debe ser poco porque apenas avanzo.
En los primeros años de facultad descubrí a Gala, Muñoz Molina, Juan Manuel de Prada y Pérez Reverte.
De Pérez Reverte, subrayé, fotocopié, recorte y pegué un montón de fragmentos de La carta esférica cuando me enamoré de un buzo al que veía en todas sus páginas. Con Muñoz Molina y su Córdoba de los Omeya aprendí a querer la Historia. Y, durante muchos años, La tempestad, de Prada, fue mi libro de cabecera. Me llevó hasta Venecia para descubrir el cuadro de Giorgone (me brillan los ojos cuando lo pienso) y percibir que no era una ciudad ajena, que la había vivido antes. Años después, asistí a un curso de escritura en el que participaba de Prada como ponente. Lo abordé para darle un cuento que había escrito sobre Venecia. Recuerdo su cara de desconcierto y su voz de pito (qué chasco…) Aún conservo la carta que recibí semanas más tarde agradeciéndome el gesto y animándome a seguir escribiendo. De Gala, lo leí casi todo, excepto La pasión turca, me enfermaba tanta abnegación. Algo tendrían que ver los discursos de Dolores Ibarruri, Clara Campoamor, Victoria Kent y Julio Anguita (del que sigo enamorada desde que lo escuché en uno de sus pasionales discursos en el Parque del Oeste, en las elecciones del 93, creo. Tan apuesto caballero…) Me alegra haberlo recuperado en su último libro, Combates de este tiempo.
“Mira a tu alrededor, ¿sientes este manto humano que te envuelve? Miles de hombres y mujeres te están meciendo con su amor. En silencio, trabajadoras, trabajadores, jóvenes de hoy, jóvenes de ayer: el pueblo”.
Dolores: discurso fúnebre ante el cadáver de Pasionaria.
Madrid, 16 de noviembre de 1989.
Del libro Combates de este tiempo, Julio Anguita.
Pese a la insistencia de mi madre de hacer de mí “una mujer de provecho”, mi biblioteca comenzó a llenarse de socialistas y marxistas. Por ella desfilaron intermitentemente Robert Owen, Charles Fourier, Marx, Engels, Sartre, Simone de Beauvoir… Leí con entusiasmo El Manifiesto Comunista y El Capital, en primero de carrera y deseé (como muchos universitarios) cambiar el mundo.
Cómo a Soledad Puértolas, me pasa que hay lecturas que se corresponden con mi vida. En los últimos años he disfrutado de una época García Márquez, una época Vila Matas, una época Carver, una época Keret, una época Marai, una época Kafka, una época Zweig (Preparé las oposiciones de Secundaria leyendo El mundo de ayer). Y entre todas ellas, transversalmente, salpicándome a todas horas, mi querida Marguerite Duras. A ella vuelvo una y otra vez sin descanso, leyéndola en español y francés (El amante, L’amant, El dolor, La douleur…) y preguntándome si algún día escribiré frases tan sublimes como ésta.
Très vite dans ma vie il a été trop tard.
Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde.
L’amant
(Primera edición. 1984. Comprada el verano del 2010, en el Mercado de las Pulgas. París).
Lo último de Duras que compré en un rastro fue Outside, una recopilación de artículos publicados en prensa desde el año 57 al 79. Fascinante.
Sí, vivo enamorada de mis libros. Sobre todo, de mis álbumes ilustrados.
Cuentos como El árbol rojo, de Shaun Tan, me han devuelto la sonrisa en los días raros. He llorado con Manuel no está solo, de Rodrigo, La Parenthèse, de Élodie Durand o El hijo del legionario de Saraiba. Y he reído a carcajadas con Arroz pasado, de Juanjo Sáez, El amor es el infierno, de Matt Groening y Le bavard, de Baciliero.
Pero lo que más me gusta de mis libros, como a Javier Marias, es que cuentan historias paralelas. La suya propia y la mía al leer, subrayar, tachar, dibujar y destrozar sin fin. Un muestrario de marcas que confiesan que pasaba cuando los leía.
Recuerdo algo mágico que ocurrió hace un par de años. Trabajaba en el traslado de libros del antiguo edificio de la biblioteca de Filosofía y Letras cuando encontré un ejemplar del Presente eterno, un manual que utilizábamos para estudiar arte egipcio en primero de carrera. En la página de cortesía, aparecía mi nombre junto a una florecilla turquesa. Añadía, “feliz de la vida humana con Isa y Pedro. Febrero del 93”. ¡Uf! Han pasado casi veinte años y Pedro e Isa, siguen haciéndome tan feliz…
Mis marcas favoritas son las de los autores. En mi colección de libros dedicados están Juan Manuel de Prada, Marina Mayoral, Garriga Vela, Pablo Aranda, Pablo Martín, Andrés Neuman, Nacho Albert, Rafael Caumel… Y, por supuesto, mis compañeros del taller Paréntesis. Los libros de relatos que publicamos juntos son pura adrenalina.
Y, para terminar, confesaré que, como Luis Landero, yo también colecciono libros robados. Me disculparán si no soy datos. No resultaría muy ético.
Por cierto, todo esto venía a que aprobé las oposiciones de bibliotecaria.
Pues eso…
Libros, libros, libros.